Un efectivo argumento contra la gente metiche

publicado 04/04/2009, Última modificación 26/06/2013

Nunca falta el metiche que quiere castigar (o, más bien, que el Estado castigue) a los que no usan cinturón de seguridad, a los que fuman, a los que portan armas, a los que se visten zarrapastrosamente, a los que no pagan impuestos. Estos metiches están equivocados; son perversos; son inmorales.

Primero que nada, permítanme comenzar con una admisión: yo siempre, sin excepción, uso el cinturón de seguridad.  Sé que los cinturones me van a salvar la vida.  Sé que le han salvado la vida a muchas personas.  Eso no lo voy a discutir aquí -- de hecho, tomaré la posición de abogado del diablo y pretenderé que no lo uso, sólo con fines de explicar lo que quiero explicar.  El argumento que usaré se llama "The 'against me' argument" y es sumamente efectivo para revelar las intenciones verdaderas de la gente.

Hoy discutiré el tema de las sanciones (cárcel, multas) a quienes no usamos el cinturón de seguridad.  Como toda discusión política, siempre estaremos tentados a debatirla como batalla de opinión, donde ambos lados tienen méritos... pero no lo es.  Lo que voy a discutir es muy simple y sustancial:


Asumamos por un momento que estás a favor de que el Estado castigue a quienes no usan el cinturón de seguridad, cualquiera que sea tu justificación (que se pone en riesgo la vida de la gente, que es bueno para la salud de uno, etcétera).  Esta justificación no es relevante.  Lo que es relevante es lo que viene a continuación:

¿Te gusta usar el cinturón de seguridad?  ¡Pues úsalo!  Ámalo.  Pierde la razón con el cinturón, si así lo quieres.  Sal a la calle y protesta con pancartas a favor del uso del cinturón.  Es más, puedes llevarme preso en el muy improbable caso de que yo, por no usar el cinturón, atropelle y mate a tu hermana.

Pero, ojo, yo discrepo.  Tenemos una diferencia de opinión y así como tú tienes derecho a tener tu opinión, yo también lo tengo -- y obviamente ambos tenemos derecho a actuar informados por esa opinión; si no fuese así, nuestra libertad de expresión es poco menos que inútil, ¿no?  Pero, sin importar cuánto estemos en desacuerdo, yo jamás abogaré por que te obliguen a quitarte el cinturón de seguridad, porque obligar por la fuerza o el castigo a la gente pacífica a hacer algo que no quiere está mal.  Lo que te acabo de decir, te lo garantizo.

Así que la pregunta es: si yo no te he tocado ni he dañado lo que es tuyo y, teniendo eso en cuenta, no estoy dispuesto a forzarte a tí a hacer caso de mi opinión, ¿estás tu de acuerdo con extenderme la misma cortesía adulta y civil?

Si lo estás... genial.  Si respetas mi opinión y mi derecho a ejercitarla, fabuloso, te ganaste mi respeto y estamos de acuerdo.

Pero si no... si tú abogas abiertamente porque a mí y a mis coidearios se nos meta presos y se nos quite nuestro dinero, entonces ya no tenemos nada que debatir.  El momento en que comenzaste a abogar por la fuerza contra mí en vez de persuadirme con ideas, perdiste el debate; no veo yo razón para tratarte como a un igual digno de conversación civil, sino como a un enemigo de mi bienestar (y cobarde además, porque exiges abiertamente que sean otros los que me quiten mi dinero o que me metan preso).  Por más que quieras tratar de hacer pasar tu parlamento como "conveniente", "razonable" o "bueno para mí", por éste ser directamente contrapuesto a mi bienestar físico y a mi propiedad privada, eres un transgresor y tus actos te delatan.

Puedes gritar que estoy equivocado.  Puedes llamarme estúpido.  Puedes estar en desacuerdo.  Pero el minuto en que comienzas a exigir la fuerza en contra mío, has renunciado a tu civilidad; no esperes civilidad de vuelta.

El mismo argumento se puede usar contra las leyes de censura, de vestimenta, contra las drogas, etcétera.

Los dejo con una épica cita del gran Robert Heinlein:

Lo que me afectó no era la lista de cosas que ella odiaba -- puesto que era obvio que estaba loca de remate -- sino el hecho de que alguien siempre estaba de acuerdo con sus prohibiciones.  Debe ser un deseo profundamente enterrado en el corazón humano, este deseo de interponerse entre lo que otras personas desean hacer.  Reglas, leyes -- siempre son para "el otro".  Una parte negra de nosotros, algo que teníamos desde antes de bajar de los árboles, y fallamos en deshacernos de él cuando nos pusimos de pie.  Porque ninguna de esas personas jamás dijo: "Por favor aprueba esta ley para que yo deje de hacer lo que ya sé que yo no debería hacer." ... más bien, siempre fue algo que ellas detestaban que sus vecinos hiciesen.  "Deténlos por su propio bien" -- mas nunca por verdaderos perjuicios al prójimo.