Sobre la mentira

publicado 01/06/2010, Última modificación 26/06/2013

Cómo aprendemos a mentir.

Cuando somos chiquitos -- de dos a tres años -- nuestros papás nos mienten. Es así como, a pesar de todos estar equipados para mentir, aprendemos: por la observación de nuestro entorno, tal y como aprendemos todo lo demás.

La cuestión para todo padre, obviamente, es que se supone que la mentira es mala -- lo es, lo es -- por lo que nuestros papás, habiendo aprendido que generalmente es bueno decir la verdad pero hay excepciones, nos castigan. La intención del castigo, por supuesto, es enseñarnos que mentir está mal, grabarnos en la conciencia por asociación emocional que al mentir uno debe sentirse culpable.

Pero si el castigo de los padres es inconsistente, o el castigo viene asociado de la negación del afecto paterno/materno, o el niño nota -- y, verán, los niños no son maquinitas tontas, de hecho son más perspicaces de lo que les damos crédito a veces -- que los padres no aplican el principio de "no mentir" pero se lo exigen a él por la fuerza y el chantaje, ¿cuál es la conclusión que el niño saca? Pues es fácil: en vez de pensar "Chucha, mentir está mal", la desafortunada lección que el niño aprende es "Si voy a mentir, mejor que no me cachen".

Es así como se fabrica un mitómano. Cosa que es casi, casi imposible de curar, por obvias razones: este patrón de conducta es grabado en el niño por la fuerza cuando tiene 2 o 3 años, y por ser a tan temprana edad, se convierte en un reflejo incontrolable. La razón es completamente inútil para tratar de refrenar ese impulso, porque sucede a un nivel mucho más primitivo que el neocórtex es capaz de analizar. También hay un refuerzo positivo con cada mentira que el mitómano dice, porque con cada mentira, el mitómano experimenta una pequeñísima emoción que lo hace revivir el alivio emocional que mentir le entregaba cuando era chiquito.